Marisol García
El también llamado «Ruiseñor de los cerros porteños» levantó su música sobre ejes elegidos por él, los que mantuvo por más de cinco décadas: difusión en vivo en locales pequeños, comunitarios o de agite nocturno; contacto directo con sus admiradores; adaptación de boleros, tangos y valses peruanos al formato de dúo o trío de guitarras; y la búsqueda de un repertorio que le resultase cercano a sus propios recuerdos de pobreza, soledad y esfuerzo. Así, sus canciones más conocidas no fueron hits de radios, sino historias compartidas de mesa en mesa, y coreadas en un mismo espíritu de abrazo a la derrota y disposición a levantarse a solas.
La breve discografía de Jorge Farías se concentró en discos de 45 rpm y un cassette, sin nunca un LP propio. Su relevancia escapa a las pautas habituales de ascenso según el favor de los medios. De su nombre apenas quedó registro en la prensa de su época. Pese a ello, el recuerdo de su voz sigue siendo referencia hasta hoy, y no puede eludir su recuerdo quien relate o investigue la antigua actividad nocturna de Valparaíso (la de los legendarios años de «La Cuadra» en el Barrio Puerto), así como el cauce del subgénero de canto popular al que desde los años cincuenta se le llamó, con desdén, «canción cebolla».
Mexicanito de los cerros
Jorge Farías Villegas nació en el Cerro Alegre de Valparaíso el 6 de agosto de 1944. De niño se trasladó al barrio San Francisco, del Cerro Cordillera, y entre los escasos datos biográficos que se conocen sobre su niñez está que su madre lo dejó a él a cargo de algunos familiares.
Aprendió solo a cantar, y el gusto por el cine mexicano le entregó un repertorio de rancheras y corridos con el que comenzó a darse a conocer ya a los 12 años. Al enorme Teatro Pacífico —«el más importante y grande del Barrio Puerto», según el investigador Carlos Lastarria— el niño entraba dos o tres veces por semana a aprenderse las canciones de su admirado Miguel Aceves Mejía.
Se presentó en ferias y circos, en micros y en la Radio Presidente Pietro, y de a poco fue ganando reconocimiento en los bares y restaurantes del Barrio Puerto, cuando éste aún era un centro bohemio vibrante. Cantando en los años sesenta a capella entre espacios hoy legendarios, como el Roland Bar, el Yako, La Caverna del Diablo, el Liberty y el American Bar, Farías desarrolló su voz apoyado en boleros y valses peruanos. Era un joven muy querido. A los 18 años había ganado un festival en el Complejo Deportivo Osmán Pérez Freire, y dos años más tarde, gracias a un concurso en Radio Caupolicán, pudo grabar su primer disco en Santiago.
El vals “Arrepentida” y el bolero “Dime la verdad” ocuparon ese single de 45 rpm, prensado por el sello Phillips en 1966. Su canto destemplado, en registro alto y doliente, combinaba estupendamente con el acompañamiento de una guitarra y los versos de amores idos y despedidas sin cerrar.
Al año siguiente de ese debut, y tras una segunda publicación (“Qué más da” / “Más pierdes tú”), Jorge Farías se unió al trío Los Diamantes del Sol y entró a estudio a grabar “La joya del Pacífico”. El tema ya era parte de su repertorio en vivo hacía un año. La composición del chileno Víctor Acosta había sido hasta entonces una canción de difusión limitada, que el porteño conoció cuando se la escuchó en vivo a un cantor peruano de restaurantes (identificado en la investigación El himno que se baila como Eduardo Zambo Salas). Sin imaginar la resonancia que iba a ganar, Farías dejó el tema como lado B de un single encabezado por “No vuelvas más”.
Me interesé por cantarla pero le hice una modificación —dice Farías en ese mismo libro—. Es que el tema tenía un aire muy lento. Yo le adelanté el ritmo a vals peruano como se le conoce ahora. Se podría decir que lo grabé por una satisfacción personal. En ese tiempo yo pololeaba con una muchacha del Cerro Cordillera, y por eso le cambié una parte al final: «… Cordillera de mi ensueño, Valparaíso de mi amor». Empezó a sonar en las radios de Valparaíso y de Santiago, y gustó de inmediato. Fue mi contribución, porque, al menos aquí en Valparaíso, todo el mundo sabe que yo la grabé primero que Lucho Barrios.
Las presentaciones casi sin pausa, la buena disposición en entrevistas y el hambre de viajes y ascenso mostraban entonces a Jorge Farías como un cantante de buen futuro. «Farías es un conversador insaciable, y se tiene mucha fe», lo describe El Musiquero en enero de 1967. Las fotos de sus primeras entrevistas en prensa registraban ya su estampa perenne: traje con corbata delgada e inamovibles anteojos negros. Un locutor de radio lo había bautizado hacía poco como «El ruiseñor de los cerros porteños».
Al menos en los años sesenta no dejó de grabar ni de integrar canciones a su repertorio. La mayoría de éstas contenían señas autobiográficas —siempre tristísimas—, o al menos impresiones de su historia y su entorno insalvablemente dramáticas, sin pudores para dejar a los oídos de todos sus dificultades, carencias y pérdidas. Se incluyen allí “Ya te olvidé”, “El bazar de los juguetes”, “Qué te importa como vivo yo”, “El gran tirano”, “Amigos del ayer” y “Oro y cobre”.
Su amigo y habitual colaborador, el guitarrista Ángel Lizama, le entregó una composición que el cantor tomó como manifiesto de vida: “Yo volveré a triunfar”. Canta allí: «Yo volveré a triunfar / porque mi orgullo y mi sangre me lo piden. / Voy a borrar todas mis viejas cicatrices, / un hombre nuevo hoy ha vuelto a comenzar.»
Su extenso cancionero fue quedando con el tiempo liberado a la difusión en vivo, al libre soplo de un canto que se hizo famoso casi sin necesidad de registros en estudio. Su circuito de difusión estaba en bares y pequeños locales, centros vecinales y teatros, y en ellos Farías se mantuvo incansable hasta el final, incluso entre los golpes que la dictadura le asestó a la bohemia y la vida nocturna en los años setenta.
Con su canto llegó dos veces a Europa. En 1989, y gracias a la convocatoria de chilenos residentes, en una estadía que duró seis meses tuvo presentaciones en Suiza, Francia, Italia, España y Alemania; y tres años más tarde conoció junto a Ángel Lizama también Suecia, Dinamarca y Holanda. El cantante citaba como uno de los orgullos de su vida haber podido una vez dejar una rosa roja sobre la tumba de Charles Chaplin, en París.
Culto póstumo
Murió casi a solas por cirrosis hepática en el Hospital Eduardo Pereira, donde ingresó en abril de 2007 sin familiares ni recursos para su cuidado. Pese a ello, el puerto vivió su funeral como un acontecimiento, con toda una multitud a las afueras de su velorio en la Iglesia La Matriz. En el estadio de Playa Ancha, el partido de esa tarde entre Santiago Wanderers y Audax Italiano se abrió con un minuto de silencio en su honor. Al día siguiente, la misa funeral partió con “La joya del Pacífico”.
«El Puerto se volcó para llorar a uno de los suyos, una de las últimas leyendas de la vieja bohemia porteña», describió al día siguiente el diario La Estrella. «Desde guachaquitas del Barrio Puerto hasta autoridades de la ciudad comenzaron a hacer fila para despedirse de Jorge Farías en el atrio de la iglesia La Matriz. Amigos, conocidos y admiradores se acercaron hasta el féretro con sus guitarras y lo despidieron como mejor podían hacerlo: cantando».
Hoy, una estatua en yeso pintado y a escala real saluda su memoria, en Plaza Echaurren. Fue inaugurada justo un año después de su entierro, en un acto con presencia del alcalde de Valparaíso.
En años recientes, un homenaje en el festival Rockódromo 2013, breves documentales en YouTube con el recuerdo de cercanos, un disco de tributo a sus canciones (con invitados como Macha y El Bloque Depresivo, el grupo Ocho Bolas y el cantautor Demian Rodríguez), un breve libro biográfico financiado por el Gobierno Regional de Valparaíso (Jorge Farías, el gorrión de los cerros porteños, de Heidy Iareski y Víctor Rojas) citas a su figura en tesis universitarias, obras de teatro y de danza han probado el interés indeleble hacia su figura. El Club de Amigos de Jorge Farías le realiza periódicos homenajes, y en abril de 2017 el «Primer Festival de la Canción Popular Jorge Farías» llevó esa admiración al escenario del Teatro Municipal de Valparaíso, junto a invitados como Luis Alberto Martínez, Manolo Lágrima Alfaro y Los Chuchos, entre otros). El encuentro se repitió al año siguiente y pinta para secuencia de tradición anual.
Hay repertorios que aseguran un recuerdo vivo, por fuera de los hitos discográficos o periodísticos. Jorge Farías es uno de los nombres que mejor encarna ese afecto popular, y su canto explica en sí mismo los rasgos entrañables de una bohemia ya desaparecida.