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Bianchi y el Premio Nacional

Por enésima vez Bianchi se queda sin el Premio Nacional de Música. Pero no lo perdió ahora, en 2012: el problema es la demora histórica en reconocer sus merecimientos.

viernes 17 de julio de 2015

Hace dos años fue el candidato que más simpatías despertó en los medios
para quedarse con el Premio Nacional de Música 2010, pero debió
resignarse a un giro inesperado: la contralto Carmen Luisa Letelier
—profesora y cantante, sin obra propia— fue la elegida por el jurado
para el millonario premio y la consiguiente pensión vitalicia. «Es una
sirvengüenzura. Es un premio que se dan entre ellos. No hay más que
hacer. Tengo 90 años. ¿Usted cree que voy a estar vivo en dos años
más?», respondió Vicente Bianchi, compositor, pianista, arreglador,
director de coros y orquestas, sin ocultar la frustración por una
candidatura levantada en vano por decimoquinta vez. Columnas y cartas a
los diarios acompañaron en esos días su molestia. Según el musicólogo
Juan Pablo González, «el dejo amargo que nos deja este premio es el de
los que quedan en el camino».

Dos años más tarde la ocasión pasó de nuevo por su lado, con la entrega del premio para el director de orquesta Juan Pablo Izquierdo. Y, sin cuestionar los méritos del maestro izquierdo, ésta sigue siendo una cuenta pendiente en la que Vicente Bianchi no ha sido el único afectado. Los relegados a los que se refiere
Juan Pablo González son, históricamente, algunos de los compositores
que más han enriquecido la identidad de la música chilena con su cruce
cómodo entre los mundos docto y popular: Luis Advis, Sergio Ortega y el
propio Bianchi son tres nombres mayores; autores de talento
indiscutible, pero objetos de desprecio desde parte de la academia o la
institucionalidad del Estado que sólo puede explicarse por una ortodoxia
rígida y poco visionaria.

El Premio Nacional de Música se ha asumido a priori desde un sesgo
innecesario: los postulantes deben provenir del universo docto, trabajar
sólo junto a grandes orquestas o coros, y ser más activos entre las
aulas que en grandes escenarios. No sólo la música popular ha quedado,
así, librada al reconocimiento de plataformas incapaces a estas alturas
de sopesar el talento profundo (festivales municipales, parrillas
radiales, platós televisivos); también las apuestas de riesgo
en el mundo docto han sido castigadas con la indiferencia. Vaya
paradoja: la música, acaso el género artístico de más entrañable arraigo
en la masa, debe ser restringida para merecer el reconocimiento de un
Estado.

La versión del premio en 2010 agregó a la polémica
datos quizás dignos de revisar, como el parentesco de la ganadora con
el premiado inmediatamente anterior, Miguel Letelier (son hermanos); su
condición única de intérprete, sin obra propia; y el desbalance
histórico hacia los postulantes que presenta la Universidad de Chile
(cuyo rector es uno de los cuatro jurados inamovibles según ley). Pero
no es siquiera necesario entrar en esas aristas candentes para lamentar
la falta de una revisión de criterios que otras artes, como el cine o
la literatura, ya han sabido despercudir, acogiendo la mezcla y la
indagación como puntos a favor para cualquier evaluación sobre calidad y
aporte creativos.

No es presentable seguir ahorrándose la discusión sobre qué señales da
hoy el Estado chileno a la hora de definir qué música merece signar
nuestra identidad. Vicente Bianchi no ganó el Premio Nacional este año, pero más que lamentar que lo haya perdido hoy, el problema es que no lo haya recibido antes, la demora histórica en reconocer sus merecimientos.

Incluso de haberlo ganado en 2012, la tardanza habría sido excesiva. A sus noventa y dos años y luego
de quince postulaciones previas, la inexcusable demora en darle el
Premio Nacional de Música habría convertido a estas alturas a su
reconocimiento en un premio justo, pero sobre todo en la confirmación del previo
desdén.

Foto: archivo de Vicente Bianchi.