Tambobrass, la invitación ancestral
Foto: Antonia Sanhueza López
Entrevista

Tambobrass, la invitación ancestral

El regreso a Iquique, hace cinco años, fue para Cristián Huevo Sanhueza, una profunda reorientación anímica y profesional, mas no un aquietamiento. El fundador y ex integrante de la Banda Conmoción trabaja ahora a través de Tambobrass y otros proyectos musicales un vínculo hacia su entorno nativo, nortino y eslavo, dirigido sobre todo por la experiencia. El nuevo single "Ritmos calatos" transmite a todo ritmo el sonido del Norte híbrido de mar, desierto y ciudad multiétnica. Son mezclas hacia las que el músico siente una mirada responsable, porque involucran a los antepasados: «Creo en el juego, es valioso, pero no porque sí. Hay que acoger y transmitir también, creo yo, un poquito de ancestralidad».

Marisol García | 25 de julio de 2020 Fotos: Antonia Sanhueza López

Tambobrass, la invitación ancestral

Toma su teléfono, apunta la cámara y muestra en panorámica el estudio que por estos días acondiciona en una casa del barrio antiguo de Iquique, junto al Mercado Centenario y la histórica Escuela Santa María. Cristián Huevo Sanhueza (n. 1976) proyecta allí, en una construcción de 1897 que albergó a sus abuelos croatas como inmigrantes en Chile, el despliegue del trabajo musical que proyecta lo ocupe apenas la restrictiva regulación sanitaria así se lo permita.

«Hay tanta música guardada, ¡tengo que hacerla!», advertirá.

Tiene ideas, piensa en colaboraciones, se escucha ansioso por encauzarlas. Siempre ha sido así para el músico nacido en esa ciudad del Norte Grande, talento amplificado en Santiago (donde vivió entre 1997 y 2015), y un trayecto de proyectos múltiples como compositor, productor, gestor e investigador vinculado a discos, escenarios, teatro callejero y circo itinerante.

«Antes fui muy de trabajar con detalle, con archivos, con algo muy minucioso… creo que hoy estoy más en relacionarme y vivir la experiencia», dirá también en un momento de esta zoomentrevista el fundador, director y productor de la Banda Conmoción, magnífico combo de ritmos mestizos y despliegue escénico incomparable al que acompañó por catorce años, tres álbumes e incansable agenda por Chile y el extranjero. Si Sanhueza habla hoy desde su Iquique natal no es por circunstancias pandémicas, sino porque su decisión de separar rumbos con ese colectivo determinó también su reubicación geográfica y anímica. Hoy sus decisiones sobre equipos, espacios y desafíos se orientan según una brújula casi exclusivamente nortina y de confianzas probadas.

Tambobrass es el más contundente resultado de esa reorientación profesional. Un colectivo multiforme con ya tres álbumes de desprejuicio evidente, y que quizás semienserio añade en sus comunicados de promoción la etiqueta «Typical Landscape Psicofolk del territorio Tarapakeño» para autodescribir su esencial inasibilidad, del rock a la raíz, de la experimentación a lo tradicional.

Ha sido un julio extraño para Sanhueza, sin Fiesta de La Tirana, sin la concreción de planes de trabajo y con la tensión ya casi insoportable de músicos y técnicos cercanos para los que la inactividad deriva en precariedad básica. Su opción es la de preparar escenarios por venir, sean estos o no garantizados:

«Está bien saber cosas pero no saberlo todo», resume. En la música, la incerteza es compañera inevitable, y a veces estimulante.

La cuarentena detuvo prácticamente en la puerta del estudio el cuarto disco de Tambobrass. Estaban ya las canciones, el concepto y la dirección musical que Sanhueza quería darle al sucesor de La III caravana (2018): una propuesta agitada y mestiza que hoy al menos podemos conocer por un single de adelanto, "Ritmos calatos".

Pampa, costa y urbe nortinas se funden en esa canción de ritmo en quiebres y guía eléctrica y percutiva, con coros de varias voces sencillas y festivas.

«La hice a la orilla del mar, y al tiro me di cuenta que tenía esa identidad particular del sincretismo de acá; y de nuestro gusto por el movimiento, la playa, el ritmo, el cuerpo…».

—«Ritmos calatos» son ritmos desnudos o algo así, ¿no?
—Claro, la palabra es muy de acá y se usa cotidianamente. 'Calato' es pilucho; dicho como algo lúdico. Por eso pensé en trabajar con ella un sonido más bailable que aprovechara esa fusión natural que se nos da entre las danzas tradicionales y ciertos ritmos que son super asimilados por nosotros: huaynos, cumbiones, taquiraris, morenadas; también ritmos gitanos del norte (no balcánicos). Uno de los tesoros de la riqueza nortina es el encuentro entre distintas etnias, entre gente de la costa y el desierto.

—Tu música ha sido siempre como una invitación a esa fusión. No eres un ortodoxo.
—No. Aunque a veces uno se pone tonto con eso, ¿ah? Quiero decir que creo en el juego, es valioso, pero no porque sí; ahí entra el tema de la libertad y cómo uno se hace responsable de las mezclas que hace. Hay que acoger y transmitir también, creo yo, un poquito de ancestralidad… Si te fijas en todo el borrón-y-cuenta-nueva que se ha hecho a nivel cultural, de lo taponeados que estamos, y cómo en el desorden y caos del sistema nos han hecho ser cómplices de aceptar ciertas cosas porque… así es la vida; bueno, viene bien saber que existen culturas milenarias con ejemplos de un buen vivir en sociedad, de una organización óptima, respetuosa.

—¿Y cómo te sitúas tú mirando esa ancestralidad como músico?
—… no como hippie-buena-onda, sino que como un colaborador artístico. En la lucidez y en la conciencia. Todo parte de la honestidad y las relaciones humanas, musicales y culturales que se tienen en la vida.

—Eres hoy voz autorizada de un sentir más contemporáneo de eso que llaman «nortinidad».
—Lo entiendo como parte de la experiencia. Las cosas se pueden estudiar pero si no se viven, no decantan. Y la cultura es súper cambiante. La formación musical la he ido aprendiendo, y en eso uno nunca deja de sorprenderse, como siempre lo he sentido con la riqueza de la cultura peruana, que es tan exquisita e inventiva como su comida. Perú tiene la cualidad de no tenerles miedo a las invenciones, al atreverse a romper paradigmas, pero sin embargo mantiene siempre una ancestralidad inseparable. Acá nos hemos desligado por varias razones: divisiones territoriales, prohibiciones, guerras, y la cultura se las ha arreglado para ir más adelante, levantando esto que llamamos una identidad 'imbunche', y que no es más que la necesidad vital de tener de dónde agarrarnos, de una procedencia. Yo me pregunto: ¿cómo se explica que un disco como Alturas de Machu Picchu, de Los Jaivas, creado, visualizado y grabado ¡en Francia!, muy lejos del monumental lugar, haya logrado calar tan hondo y profundo en el corazón? Es el misterio y tesoro de la creación, donde entran la libertad, el juego, el soñar y cómo se va siendo responsable del sonido y poesía.

Como el interés de Sanhueza está hoy sobre todo en la experiencia, su trabajo de estos cinco últimos años en Iquique son los de un quehacer comprobable, con tres álbumes de Tambobrass, gestiones como la producción del magnífico CD Sociedad Religiosa Gitanos Santa Rosa – 50 años (2015), música para cuatro obras de la Compañía de Circo En la Cuerda y composiciones personales varias «que van quedando en otras carpetas» por mostrarse.

Es su opción —ya de vocación inescapable— arraigada en una autobiografía tarapaqueña inquieta desde niño por la música nómade, de ideas y sueños como en vorágine, alimentada por la lectura de poesía y la escucha de a la vez rock progresivo y ritos tradicionales. Para Sanhueza, la cultura nortina profunda es, sobre todo, vivencial:

—… estaba en las fiestas al interior: habitábamos y vivíamos esas fiestas por varios días, y entonces ahí no era cosa de escuchar discos, sino de estar en la plaza y sentir cómo te retumbaba. Vas, vuelves, y no como una visita turística sino como una tradición de familia.

—Qué triste debe haber sido este julio sin fiesta en La Tirana, ¿no?
—Sí, raro. Hay gente que lo sufre mucho porque es muy creyente. Pero además, para muchos colegas que tocan… es un cagazo de de pegas tremendo. Lo que más se extraña es el sentido de la fiesta, estar con el lote familiar, compartir… esa fraternidad, ese amor de una celebración popular. De todas maneras, como aquí son bien prendidos, igual [el 16 de julio] tiraron fuegos artificiales, y algunos salieron a tocar afuera de las casas.


—Van ya cinco años de tu reinstalación en Iquique. Algo que, hasta cierto punto, tenía mucho de apuesta.
—La decisión de venir p'acá tuvo que ver con mi necesidad de un borrón y cuenta nueva, y una limpieza. Sentía no poder estar en Santiago, y sabía que acá al menos podía seguir haciendo música. Y fue como volver a migrar, como lo hicieron mis abuelos desde Yugoslavia. Las rutas nos van enseñando más que el destino, creo. Sacándole todos los problemas del centralismo, al final es el contacto con la gente lo que hace que las cosas vivan. Y en ese sentido el balance ha sido bastante bueno.

—¿Cómo recuerdas ahora tu vida en Santiago, y el trabajo con la Banda Comoción puntualmente, que más allá de todo fue tan relevante?
—Puse ahí todas las fichas, y sé que entregué a full. Pero cuando se rompieron las confianzas… hubo cosas como insoportables. Veníamos terminando el disco Tiraneño (2014), que fue una sacada de cresta tremenda en el sentido de haber hecho un esfuerzo enorme de recopilación, de conseguir material, de todo el trabajo que se hizo para que fuese lo más real posible. Y después de eso se desenmascararon de manera brutal los egos, el arribismo, la hipocresía… se mostró la real colusión que se venía tramando. Pa' mí lo ideal hubiese sido que eso se terminara, pero ya está: pasé por el proceso psíquico de haber ido a Santiago de trabajar, y jugar y entregar lo que más que pude de la cultura de los bronces. Y, sí: artísticamente está logrado. Hasta ahí yo me hago responsable.

 

Tambobrass son: Cristián Sanhueza, Mario Olivares, Manuel Barahona, José Santander, Nino Díaz, Pablo Juantok y Ricardo Rojas.

www.tambobrass.cl