Crónica sonora de Valparaíso
Nacido en el cerro Cordillera, Carlos Carstens refiere una memoria vívida del puerto principal en su recién lanzado libro “Valparaíso, Cerro Cordillera. Crónicas de ensueño”.
lunes 11 de diciembre de 2017
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Lo apunta Carlos Carstens en algunas de las primeras página de su recién publicado libro “Valparaíso, Cerro Cordillera. Crónicas de ensueño”, publicado por RiL Editores en noviembre último: “la melomanía que padezco”, afirma ahí el autor, para definir y concluir luego: “Melómano es quien sufre un amor excesivamente desordenado y descontrolado por la música y su coleccionismo (…). ¡Yo me declaro melómano!”.
Porteño, ingeniero, exiliado, retornado y melómano a tiempo completo, Carstens suma así su segundo volumen en dos años, luego de “El Golpe llegó a golpearnos - Radio Recreo ¿qué hora es?” (2016), donde también la música es un hilo conductor de unas memorias marcadas por el golpe militar de 1973.
Ahora, basado nuevamente en una recopilación personal, el autor reconstituye el devenir de la parte alta de su natal Cerro Cordillera cuando él era un estudiante de humanidades en los años sesenta, en unas crónicas sociales y por cierto musicales, donde no están ausentes desde el rock and roll hasta la cumbia, pasando por el legendario cantor porteño Jorge Farías, el Negro Farías, quien inmortalizara el vals “La joya del Pacífico”, de Víctor Acosta, en la partitura de la película “Valparaíso mi amor” (1969), de Aldo Francia.
—¿Qué conexión ves entre “Cerro Cordillera” y tu libro del año pasado, ”El Golpe llegó a golpearnos”, que también tiene protagonismo musical? ¿Hay una continuidad, cierta cronología?
—Efectivamente estos textos fueron escritos con cierta secuencia cronológica, entre 2010 y 2015. Son tres textos que presenté a la editorial, donde, basados en su experiencia de edición, dieron al libro cierto orden que quiebra la cronología. Como son textos escritos ya hace cierto tiempo, el volver una y otra vez sobre ellos los hace madurar aún más. Escribo porque me gusta contar historias, por ello hoy estoy escribiendo memorias del exilio.
—¿Por qué llamarlas “Crónicas de ensueño”?
—Es un homenaje, un guiño que realizo a Jorge Farías y a la letra original de “La joya del Pacífico”, de Víctor Acosta. Jorge Farías dedica la canción a su polola, oriunda de Chaparro Alto en el Cerro Cordillera, y cambia la estrofa final, de Torpederas de mi ensueño / Torpederas de mi amor a Cordillera de mi ensueño / Valparaíso de mi amor.
—¿Siempre quisiste que la música tuviera ese rol de vehículo de la memoria en tus libros?
—En realidad no lo pensé, se ha dado así. Viví en un ambiente muy musical, la música ha sido parte de mi vida desde muy niño. Uno podría marcar las etapas de la vida con canciones y melodías a las que nos hemos aferrado para no olvidar los momentos, buenos y malos. Por lo tanto los hitos importantes de mi vida están marcados por temas musicales. Los primeros amores, las primeras fiestas, la Unidad Popular, el Golpe de Estado, los veraneos en campo familiar, la llegada al exilio, el nacimiento de mis hijos, entre otros; es mucho más fácil volver a la memoria través de la música.
—En el libro te defines con todas sus letras como melómano. ¿Cómo llegaste a coleccionar discos y cultivar un repertorio tan variado?
—Desde muy niño gozaba escuchando tangos en acetatos de 78 RPM en la victrola de mi tío Leo, o los ensayos dominicales en el subterráneo de mi tío Eduardo con un bandoneón en las rodillas. La radio Zenith a tubos y un pick up RCA nos acompañaron por tantos años en casa, donde se sintonizaba a diario el programa “Discomanía”, con Raúl Matas y posteriormente Ricardo García. Mi madre también escuchaba radioteatros después de almuerzo y en las tardes “Radiotanda”, el show de Firulete (el humorista Jorge Romero) y terminábamos con “La tercera oreja” o “El Doctor Mortis”, cuando no había transmisiones televisivas o éstas eran muy precarias.
—¿Cuándo aparece el rock and roll en el puerto en esta memoria personal?
—Mi mamá nos llevó de la mano a ver todas las películas de Elvis Presley. Mis hermanos desde adolescentes encargaron discos vinilos a los marinos del cerro, y escuchábamos a Buddy Holly, Ritchie Valens, Eddie Cochran, Ricky Nelson y otros que sí eran difundidos radialmente, como Elvis, Little Richard, los Shadows, Fats Domino. Mis hermanos mayores además escuchaban los programas juveniles con Pirincho Cárcamo o Miguel Davagnino. El cerro Cordillera era eminentemente musical, distintos ritmos populares brotaban desde las quebradas; escuchábamos discos en casas de vecinos, o en una radio portátil en alguna esquina del barrio, o en los wurlitzer de las fuentes de soda, principalmente aquella del Rincón Colegial frente al Liceo Eduardo de la Barra. Todas estas formas fueron fuentes inspiradoras y de socialización permanente
—En este libro y también en el previo pasas revista a programas y locutores radiales como "Discomanía", que recién mencionabas, con Raúl Matas y luego Ricardo García, y otros como Pirincho Cárcamo, Miguel Davagnino, Orlando Walter Muñoz, Julián García Reyes. ¿Valparaíso es un lugar privilegiado para conocer música?
—Sin duda. Al ser puerto se genera un ambiente cosmopolita, donde predomina la inmigración europea: ingleses, alemanes, españoles, italianos, entre otros. Alternativamente brota lo local: en especial el rock nacional tuvo su cuna en la ciudad puerto de Valparaíso, por los discos importados, los equipos musicales que viajaban en los barcos mercantes o de la Armada de Chile, traídos por los marinos e ingresados sin pagar en aduanas. Curiosamente se escuchaba más variedad de música mezclada entre popular y en inglés en los mismos cerros del puerto que en el plan, generando una importante tradición musical. Entonces no debe sorprender que los primeros rockeros nacionales, entre 1956 y 1958, los pioneros, surgieron con nombres tan resonantes como Harry Shaw y los Truenos o William Reb y los Rock Kings. Después siguieron bandas como Los Blue Splendor, Los Sansanitos del Puerto, Los Sicodélicos, Los Masters, el Congreso en Quilpué, Los Tigres, The High Bass en Viña del Mar, junto a tantos otros, todos desde la Quinta Región. No es chovinismo porteño, es una realidad. Valparaíso disponía de un imaginario nocturno de décadas: la afamada bohemia porteña, donde se confundían artistas, intelectuales, estudiantes universitarios con marineros, putas, músicos, cafiches y contrabandistas, en clubes de tango, salones de baile, cafés y boites donde se destacaba la música pachanguera y prostibularia. En otros puertos se dieron corrientes similares, como en Coquimbo, Arica, Talcahuano, Punta Arenas, Tocopilla, sin la trascendencia del puerto de Valparaíso.
—Tú perteneces además a una generación por definición comprometida con lo social y lo político. ¿El rock no era visto como contrarrevolucionario ahí?
—El momento de cambios impulsado por los jóvenes durante los años sesenta obtuvo espacios de difusión radial para la música en español, la Nueva Ola, la música tropical y folclórica. Así se destacaron entre estos últimos cultores Violeta Parra, Víctor Jara, Conjunto Cuncumén, Patricio Manns, Rolando Alarcón, Margot Loyola, Gabriela Pizarro y Héctor Pavez, entre tantos, llevando a muchos jóvenes a generar autocensuras frente al rock en inglés, y a algunos partidos políticos a considerar dicha música como representante del imperialismo y de las multinacionales disqueras.
—En el lanzamiento del libro hacías un vínculo entre estas crónicas y tu aproximación a la historia social. ¿Qué relación reconoces con esa disciplina?
—En realidad yo escribí la historia que me tocó vivir en los años sesenta en una barriada de Valparaíso, el Cerro Cordillera. Barrio popular, vulgar emblema cultural de la región. Es el cerro más ramificado hacia el casco antiguo de la ciudad puerto y es tradicionalmente popular, porque ha sido habitado en su mayoría por personas de escasos recursos, entre ellos cesantes crónicos, pobladores, obreros y curas comprometidos con su población, donde los únicos espacios disponibles para la autoconstrucción de sus habitaciones fueron las alturas de los cerros. Fue un lugar pionero en fomentar organizaciones solidarias como el misionado católico (en la Iglesia de La Matriz y la Santa Ana), en mutuales obreras, la Cruz Roja, el Ejército de Salvación, clubes deportivos y sociales.
“Recuerdo que las clases de historia a las que asistí en el liceo fueron impartidas por aburridos profesores especialistas”, agrega. “Sólo en el último año llegó una generación de profesores jóvenes, que pasaban rápido la historia tradicional basada en el texto de Francisco Frías Valenzuela para usar la hora de clases en lo que hoy se denomina historia social: el cine italiano en boga, los viajes personales, los programas de televisión, la política contingente. Al término del ciclo tenía una idea bastante disgregada de la historia oficial, visión liberal y conservadora de la asignatura en la que predominaban los acontecimientos políticos y militares, de gobernantes, y donde había que memorizar fechas, nombres y acontecimientos. Estudiábamos sólo grandes personajes como faraones, reyes, emperadores, zares, papas, héroes, generales, oficiales, presidentes y políticos”.
“Pero existía la historia de la familia, del barrio, de mi vida cotidiana, de mi entorno físico, de mis raíces, de contingencias políticas, de situaciones locales. Ésta no era considerada como historia seria, pero sí me ha dejado una profunda huella al recuperar los valores de aquella época con sus gentes, sus ritos, tradiciones, creencias, esperanzas y desesperanzas. Una vez armado como libro, uno de mis colaboradores leyó el borrador y acotó que estas crónicas caerían bajo el estilo de la nueva historia conocida como historia social, cuyos cultores destacados son Gabriel Salazar, Jorge Hidalgo, Lautaro Nuñez, Julio y Jorge Pinto y Leonardo León, entre tantos. Perdón, pero guardando las proporciones, ya que no soy historiador ni usé una metodología histórica de investigación, es importante rescatar la historia anónima ya que muy pocos escriben los anales de los perdedores o marginados de la sociedad”. —David Ponce.