Autor: Pogo
No hay libros comparables a la nueva autobiografía de Pogo, quizás porque tampoco existen en Chile músicos con tan particular trayecto, de simultánea fiereza y sensibilidad, opiniones a la vez displicentes e implacables. «Claro que estoy en un constante choque conmigo mismo, con a dónde voy, qué es lo que soy, qué hago acá», dice el cantante, guitarrista y compositor de Los Peores de Chile, quien hace unos años también había publicado una novela. Sus recuerdos son los de un camino autoforjado en gran soledad, cuyo impulso a contracorriente no deja de cobrarle costos. «Mírame con la camiseta, tocando punk, ¿qué huevón a mi edad hace eso? Pero ha sido mi opción: ser inmaduro», zanja el primer hombre criado en Vitacura y sacudido a la vida en Madrid que pudo hacer hits del cruce de punk chileno, rockabilly, boogie y blues, y que está aquí para contarlo.
Entrevista de Marisol García | 30 de noviembre de 2018 Fotos: Marisol García
Pudo ser el recuento de conquistas y decepciones, de venganzas y de escapatorias; y avanzar como suelen hacerlo las más predecibles autobiografías de rockeros: en una pauta de confesiones sin riesgos, reproches vengativos y alardes malditistas con la música como excusa para el delineado de un personaje con más de arquetipo que de carácter.
Lo primero a aplaudir en la autobiografía de Pogo son por eso los recuerdos sin más pauta que la sinceridad. El Peor libro de Chile (2018, Editorial Santiago-Ander) es un relato de atractiva agilidad que en cien páginas ordena dentro de lo posible varias décadas de un oficio en la música que ha contenido en sus propias vicisitudes los vaivenes y costos de una opción de vida disidente, y no sólo en escenarios y estudios de grabación.
Al describir con crítica y autocrítica su trabajo en bandas, sus (muy peculiares) vínculos familiares, el sinfín de tensiones con socios en la música, su década de vida en Madrid y la decepción sin vuelta de su regreso a Chile, en 1986 (deportado desde España), Pogo (n. 1957, su nombre civil es Mario Carneiro) levanta sin estrategia a un personaje de rasgos únicos. Rabioso y displicente pero —sorpresa— también sensible y solitario, autoexigente y celoso, atormentado hasta hoy por boicots muchas veces autoinfligidos.
—Aunque hablas de tus decepciones, en el libro también te tratas mal a ti mismo. No hay condescendencia.
—Si no eres capaz de mirarte al espejo estás perdido en un país como éste. Una vez que te ves, que te das cuenta dónde estás y reconoces tus desastres, te puedes ir para arriba —dirá entonces con el cuerpo extendido sobre un banco de parque el analista social más huesudo, feroz y agitado a la redonda.
«En España yo aprendí a querer mis desastres, a tomármelos con humor, a reírme de mí mismo sin dármelas de algo que no soy. Los españoles se ríen de ellos, y en eso ganan en honestidad. Yo le digo al chileno: "Mírate. Erís feo, erís chico, tirai mal, erís copión"».
—Al libro lo cruza una crítica feroz y sin piedad a la personalidad de los chilenos. Es como si siempre estuvieses peleando por ser más exigente que el promedio.
—Ése es mi gran problema acá. También soy chileno y crecí como un maldito flojo de mierda: vago, acomplejado… las tengo todas. Pero luego en España aprendí a evitar todo eso, a buscar cómo ser bueno en lo que hago. Y está claro que si quiero ser bueno no tengo que ser chileno.
—¿Tanto así?
—Dicen que somos bipolares, y no: somos tripolares, cuatripolares… Un chileno nunca es confiable, no sabes qué piensa ni cómo es aunque lo veas todos los días. Tenemos una actitud que depende de las conveniencias y del momento. Si te halagan o te aplauden es por algún tipo de interés. Es falta de integridad, de nobleza, y además acá no hay ningún tipo de lealtad. Yo funciono desde el «estás conmigo o no estás conmigo», y por eso estoy solo.
De quiebres y decepciones personales el libro de Pogo abunda, y se extiende en algunas particularmente llamativas, como cuando acusa a Fiskales Ad-Hok, a quienes acompañó en la guitarra entre 1987 y 1991, de grabar composiciones suyas sin darle el debido crédito de autor.
… Se lo creo a un popero, a un cumbianchero, a alguien que se mueve por el Festival de Viña, ahí suceden esas cosas, pero entre nosotros, donde nuestras letras son contra los abusadores, este tipo de movidas no deberían ocurrir. Además pasó que después empezaron a relacionarse con gente que al parecer me odiaba, porque me marginaban hasta de la historia de la banda (página 36).
Poco después, ya a bordo de Los Peores de Chile (en una primera formación junto a los hermanos Jando y Klein Guzmán, y al baterista Bruno Astele), Pogo reconoce que ni las grabaciones ni el par de misilazos en radios a partir de 1994 ("Síndrome Camboya", "Cicciolina") compensaban una dinámica de desencuentros y desproporción en el trato entre ellos y con su audiencia.
—Muchos quiebres los atribuyes a traiciones.
—Es la ley de mi vida ésa de las traiciones, chica, qué más vas a esperar. Pero tampoco voy a entrar a dar la pelea, no me interesa. Me han dejado solo muchas veces, pero al menos me queda la capacidad para hacer cosas, ¿entiendes? Yo sé que con Fiskales, con Peores, con Locos Por Larry hice canciones la raja. Pero lo de seguir interesado en eso de estar en el escenario, de lucirme con cara de estrella, de dármelas de genio, de tener a las minas ahí mirando… [encoge los hombros, como con desinterés].
—Ya no eres un jovencito…
—No, pero me siguen gustando las minas. Y sentir la vibración de la gente. Es sólo que no ando buscando eso con interés, ¿entiendes?
—También describes en el libro gestos nobles de solidaridad contigo, como cuando Macha ayudó a financiar el tercer disco de Peores de Chile (No sabe / No contesta, 2012), que si no es por eso no se hace.
—Buena onda, el Macha. LaFloripondo es una mezcla punky-cumbia-folclórica-marciana, rara. Yo tardé veinticinco años en conocerlo. Él sabía de mí, yo sabía de él, pero no habíamos cruzado palabra. Y cuando lo hicimos, me di cuenta de que el tipo me adoraba. Y es alguien que da trabajo, que ocupa su poder para ayudar. No conozco su vida privada, pero sé que es una buena persona, y que ocupa su dinero en ayudar no solamente a Peores sino que a un montón de bandas de la Quinta Región…
—¿Podrías mencionar otros músicos chilenos a los que respetes? ¿Qué te pasa con figuras famosas de tu generación, como Jorge González?
—Mucha pena, una mierda. Porque es un tío creativo. Habiendo tanto imbécil al que no le importa nada, dejando cagadas, que una persona como él esté limitado… A González yo lo quiero mucho, y no lo conozco [sonríe], en mi puta vida he hablado con él. Lo respeto porque es músico antes que nada, y en un país como éste, lleno de copiones, cuesta mucho encontrar gente como él, creativa, auténtica. Y que esté enfermo, fuera de las tocatas, de las ruedas de prensa, de grabar discos, me duele.
Reconozco a mis pares, sé respetarlos musicalmente cuando han hecho cosas de gran nivel. Pensemos en la historia musical chilena. Un ejemplo icónico son Los Prisioneros que tenían mucha influencia de las bandas tecno pop europeas de finales de los '70. Ellos tuvieron un toque especial, era la banda política, lo que es curioso porque no tenían nada de política; era algo muy sutil pero llegaron a concentrar el movimiento anti Pinochet, contestatario, y qué bueno, porque si hubiera sido Quilapayún o Schwenke y Nilo, ahí nos suicidamos todos. Por suerte cayó en manos de Los Prisioneros y le dieron un cariz popero, fresco (p. 87).
—Otra sorpresa del libro es tu gusto por el pop. Incluso nombras como una de las canciones importantes de tu vida a "En Mejillones yo tuve un amor" (de Gamelín Guerra).
—Son canciones cercanas, que estaban en mi casa. Ésa tendría que estar en la banda sonora de mi vida. Es tonto eso de no apreciar las buenas canciones. Si me preguntan, «¿te gusta el punk?». No, no me gusta el punk: lo encuentro horrible, es basura. No me interesa el ruido, ni el death metal ni esas cosas culiás guturales, pero me encanta AC/DC, me gusta Slayer. A Frank Sinatra lo odio por fascista pero me gustan los crooners, y conozco un montón de crooners que son mejores que él.
—Te gustan las canciones bien armadas.
—Crecí escuchando singles. De niño me dejaban de niño con la radio encendida y sonaban Paul Anka, Neil Sedaka, esa música tan bonita que hasta la fecha sigo escuchando. Si la música no es atractiva, no está bien armada… no me interesa, para qué.
—En las canciones que tú haces se nota el cuidado por una estructura.
—En la música me gusta esa mezcla de belleza y… rudeza. Como el monstruo sensible, que te asusta pero que te agarra la mano y te acaricia, eso me encanta. Soy punk pero hago puras canciones de amor. Canciones suavecitas que te pegan en el pecho y te cuentan algo salvaje, ¿entiendes? Uno de los discos de los Peores se llama Trece mordiscos de amor (1997). Es dureza, es calle, pero a la vez escuchas que te están cantando con una melodía preciosa, con una voz que te recuerda cosas que te afectan…
—Así es la vida…
—… y así es el amor. Porque puta que es complicado el amor. De adulto quedai más enganchado y duelen más las cosas. Hay un vacío en mi vida. Vivo con eso que dicen «de dulce y de agraz».
—«Socialmente soy un desastre. No tengo amigos, no tengo nada, y la mayoría de la gente me quiere matar…» (p. 87)
—Jajaja.
—Aunque no es un libro amargo, si parece el relato de alguien muy solitario.
—Bueno, es que uno está fuera de todo el sistema estúpido de trabajo, de familia, de rendimiento. ¿Y qué significa eso? El matrimonio me parece una vergüenza; los niños, una lata. A todo eso le dices «chao». Entonces claro que estoy en un constante choque conmigo mismo, con a dónde voy, qué es lo que soy, qué hago acá.
—¿Cómo es tu orden práctico en el día a día?
—Lo práctico pa' mí es tratar de levantarme lo más tarde posible, porque despertar me pone mal genio. No tomo alcohol, no jalo cocaína, no me meto mierdas pero la marihuana me calma. Porque soy muy nervioso…
—Eres muy sensible. Basta leer el libro y darse cuenta.
—De chico fui tratado como un niñito tierno, bonito, destinado a ser algo así como un príncipe consorte no sé de qué. Y no pasa nada. Escuchaba las peleas en mi casa y podía pasar todo el día en mi pieza llorando. Y tengo hasta ahora un tema con los celos… ¡uf! Me doy cuenta que es una estupidez pero no lo he podido superar. Por ejemplo, no puedo aceptar que me digan 'no'. Me es imposible. Me dicen 'no' ¡y se acabó la amistad!
—Entonces es difícil relacionarse contigo.
—No tengo amigos. Estoy siempre en alerta. Sé que si siento un rechazo se me desconecta todo.
Dos gatas, un nuevo scanner para comenzar a clasificar el montón de negativos de sus años como fotógrafo y los instrumentos necesarios para darle curso a su afición por el dibujo y la pintura realista son también parte del orden doméstico de Pogo. Hay ofertas para exponer, cuenta, pero nunca ayuda económica con el montaje ni repartición justa de las ventas.
El quiebre juvenil con una familia con casa en Vitacura y convicción pinochetista, el despertar cultural que le significó la vida en el barrio madrileño de Chueca en plena «movida» posfranquista (primero estudió allí cine, y luego se ocupó formalmente como fotógrafo y diseñador gráfico, hasta 1986), su gusto por el dibujo y el cómic son otros temas que vuelven con agitación y franqueza en El Peor libro de Chile. Testigo de momentos relevantes de la cultura popular hispano-chilena de las últimas cuatro décadas, Pogo ha sido como un espectador reflexivo, no realmente interesado en ser un activista.
No estoy en la calle comportándome como un saco de huevas, porque quiero que mi trabajo sea bueno. No quiero ser popular, no quiero ser el más lindo de la fiesta ni el más simpático ni el más choro pero quiero que mi trabajo sea el mejor, y de esa forma me ha dado resultado […]. Yo no puedo vender la pomada, y en este país el noventa por ciento anda vendiendo pomadas; ninguno es lo que dice ser, ni uno solo. Yo no tengo nada de eso, no engrupo a nadie, no miento a nadie, no tiro rollos para nada, todo lo contrario. Lo mío está ahí. Si te gusta, bien, lo comparto, no tengo problemas. Si no te gusta, vete a la mierda. Sumarme a la estupidez Made in Chile, no, compadre (p. 87).
—Los años '80 ocupan parte del libro. ¿Es mejor ahora el diagnóstico que haces de todo acá?
—Qué va... es peor ahora. En los '80 al menos había proyectos, había utopías, había una resistencia, estaba la fuerza de querer sacar a Pinocho... había 'ismos' [sonríe]. ¿Y ahora? ¿Qué es la izquierda ahora? A mí se me acabó la esperanza. No confío ni en mí, la verdad. Con eso te lo digo todo: así de feo lo veo.
—Peores de Chile es hoy una banda activa. Hay canciones nuevas y tocatas [junto a Pogo siguen Jando y Klein Guzmán, y el baterista Cristián Araya]. ¿Grabarán pronto?
—Sí, pero quién sabe. Acá todo va a peor. ¿Festivales? Están llenos de bandas que nadie conoce. ¿Cumbre del Rock? No nos invitan, jamás. ¿Lollapalooza? Todos calientes por estar en el cartel, si hasta hay bandas que yo creo que se forman para Lollapalooza y luego se disuelven [sonríe]. De pronto voy a una tocata en Concepción, me levanto a las 6 de la mañana para llegar temprano a la prueba de sonido, y resulta que te encontrai con una banda mugrienta que toma tu puesto y que llegó en avión. Y ahí te quedas, apretado en un camarín que hay que compartir con un montón de gente mientras otras bandas están chupando en un salón especial del segundo piso. Eso me pasa todos los días, tía, y para qué voy a dar nombres. Es lo que me tocó, aunque ni mis compañeros lo entiendan.
—¿En qué sentido?
—No puedo ir con un discurso anarquista y luego cobrar 800 lucas por tocar y pedir trato especial. Y un punky no tiene por qué ir a una tocata mía y pagar 15 lucas; yo me preocupo de que no le cobren más de 2 mil pesos. Así llevamos treinta años.
La venta de una antigua casa familiar y la subsiguiente mudanza ha tenido en estos días a Pogo enfrentando trámites con los que no ha podido sino exasperarse, cuenta, y uno puede completamente imaginárselo. Con su nueva vecina no tardó ni dos minutos en conocerse y discutir, agrega riendo. Sabe de los resquemores generales hacia su aspecto, hacia su ritmo de conversación y su actitud:
—Acá los huevones son viejos a los 25 años. Yo tengo 60 pero me quedé en los 20, soy joven —dice de pronto, siempre mirando a los ojos, en el agite de su cuerpo delgado y su cabeza de ideas bien hiladas.
«Mírame con la camiseta, tocando punk, ¿qué huevón a mi edad hace eso? Pero ha sido mi opción: ser inmaduro».
—Al menos tienes tu música, tus ideas…
—No pasa nada, tía. ¿Qué triunfos tengo? No creo que tenga ningún triunfo. Quizás haber nacido en la casa en que nací, tener una base cultural y económica. Mis viejos no eran millonarios pero agradezco que crecí en una familia relativamente armada. Pero los complejos, las peleas, este país de mierda me han ido quitando las ganas, también. Espero acabar pronto, tía.
EL PEOR LIBRO DE CHILE - Pogo
Editorial Santiago-Ander, 2018.
>Prólogo: Rolando Ramos.
>Foto de portada: Álvaro Hoppe.
100 páginas.