Walter Roblero V.
La importancia de Tom Araya y Slayer en la historia de la música popular es determinante. Desde la primera mitad de la los años ‘80 fueron responsables de la renovación de un género que corría el riesgo de perderse entre delirios de épica artificial, virtuosismo desatado y tendencias glamorosas. Slayer le inyectó al metal las dosis de agresividad y renovación lírica que necesitaba para seguir su curso. Inventaron un estilo que, como es común en el heavy metal, hace hincapié en el sonido pesado de sus guitarras. Pero Slayer le añadió dosis de velocidad inéditas para la época, producto de la combinación de sus gustos, donde cabían desde el hardcore acelerado de Minor Threat o Discharge hasta el sonido duro de Judas Priest, Motorhead y Venom. En el imaginario literario extremaron las temáticas ocultistas iniciadas por Black Sabbath, creando un lenguaje explícitamente satánico en sus comienzos, que más tarde se centraría en una visión apocalíptica y corrupta del mundo.
El infierno espera
Slayer se formó en Huntington Beach, California, en 1982, cuando Araya (voz y bajo) —quien por esos años estaba a punto de titularse de enfermero especialista en terapias respiratorias— comenzó a tocar versiones de bandas de la llamada “new wave of british heavy metal” (la nueva ola del heavy metal británico), con Jeff Hanneman (guitarra), Kerry King (guitarra) y Dave Lombardo (batería).
Al año siguiente de su formación, y ya con material propio, firmaron para la etiqueta Metal Blade, mítico sello responsable del inicio de las carreras de un innumerable cantidad de bandas, incluida Metallica. La primera referencia de Slayer es Show no mercy (1983), un debut de relativa calidad donde las influencias del nuevo metal británico aún no estaban demasiado diluidas dentro del estilo speed de los californianos, aunque contiene himnos emblemáticos que la banda incorporó en sus conciertos a través de los tiempos: “Black magic”, “Die by the sword” o “Evil has no boundaires”. Le seguiría el EP Haunting the chapel (1984) que junto con el disco en vivo Live undead (1985) completan el cuadro primigenio en el que es posible apreciar a un grupo que intentaba abrirse camino por el mundo en busca de un lenguaje propio.
El segundo larga duración de estudio de Slayer marca una seria diferencia con sus antecesores; Hell awaits (1985) confirma una radicalización total de su estilo al punto que se señala como uno de los predecesores del death metal —con el permiso de To mega therion (1985, de Celtic Frost) y de Pleasure to kill (1986, de Kreator)— bandera estilística que agitarían más tarde grupos como Death, Morbid Angel o Cannibal Corpse. En este disco, la tónica musical es marcada por vocalizaciones rasposas al borde de lo gutural, un uso abrasivo de la base rítmica y la acidez de las guitarras, que ya empiezan a tener nuevos bríos gracias a las innovaciones en los solos de King y Hanneman, más cercanos al lenguaje free punk de Greg Ginn (Black Flag) que a la evocación clasicista de muchos músicos de su generación. En cuanto a temáticas, por la boca de Araya comienzan a salir las más cruentas historias sobre tortura, asesinato, necrofilia, maleficios y ritos satánicos, que colocan a Slayer rápidamente en un sitial de culto.
Lloviendo sangre y éxito
Un gran fanático de los californianos fue Rick Rubin, quien convenció a la banda para fichar por su sello Def Jam (más tarde se convertiría en Def American y American Recordings), polimórfico proyecto que en su primeros años centraba su catálogo en metal y hip-hop. Haciendo las veces de productor, Rubin fabrica lo que sería el pináculo creativo de su carrera; Reign in blood (1986), un disco cercano al espíritu de su predecesor, pero que da muestras de una labor mucho más estilizada en el trabajo sonoro.
Desde la portada (imitativa de las visiones infernales de El Bosco) sabemos que nos adentramos en un viaje por paisajes del Apocalipsis. Las líricas de Slayer versión 1986 fueron nihilistas y terroríficas, al igual que su sonido, más complejo en estructuras rítmicas gracias al toque violento y sin contemplaciones de Lombardo, quien constantemente alternó velocidades junto a las guitarras de King y Hanneman y el bajo de Araya. Con este álbum, Slayer logró patentar una marca: el estilo que ha sido imitado hasta el cansancio por toneladas de bandas alrededor del mundo, gracias a canciones compactas y violentas en dos o tres minutos: “Angel of death”, “Criminal insane” o “Jesus save”. El impacto en Chile fue tal que rápidamente comenzaron a proliferar una serie de agrupaciones de jóvenes que veían a Araya como un verdadero héroe: de Pentagram, Necrosis o Rust, grupos responsables de configurar la escena underground de thrash y speed metal local durante la segunda mitad de los ‘80.
Ya en un estatus de estrellas, girando por todo Estados Unidos, Europa y Asia, dos años después de Reign in Blood, los californianos lanzaron un siguiente capítulo en la su saga, South of heaven (1988), un álbum menos considerado por sus fans más ortoxodos, ya que hacía gala de ciertos elementos melódicos e incluía composiciones con tempos más lentos. Seasons in the abyss (1990) marcó un retorno a la velocidad, cortesía de la casa Slayer, y fue un trabajo mejor logrado en términos de concordancia entre la melodía y la ferocidad. Ya era una época donde los fans de géneros rudos no veían tan mal que sus ídolos rodaran videoclips (los músicos de Metallica fue acusados de “vendidos” cuando lanzaron el video del clásico “One”, tres años antes) y el grupo de Araya no fue la excepción. De hecho la canción que dio título al disco y tro single, “War ensemble”, lograron una gran rotación en cadenas como MTV y en programas musicales la televisión chilena como “Lee night” y “Viva la revolución”.
Al sur del mundo
En 1991, y para celebrar sus diez años de existencia, apareció Decade of agression, discos doble en vivo que cerraba una segunda etapa en la carrera de la banda. Después de la aparición de este álbum, Dave Lombardo dejó el grupo (un par de años antes había estado a punto del retiro, período en el que fue sustituido por Tony Scaglione, de Whiplash), para ser reemplazado definitivamente por Paul Bostaph, antiguo miembro de Forbidden, y quien debutó en la banda con el tema realizado en colaboración con el rapero Ice-T, “Disorder”.
Mirando desde el pedestal de las megabandas y girando en festivales millonarios como Monsters of Rock, Slayer tocó por primera vez en Santiago de Chile el 1 de septiembre de 1994, ante un descontrolado público que abarrotó las dependencias de la Estación Mapocho. El cartel también incluía a Kiss, Black Sabbath y los teloneros nacionales Tumulto. Sin embargo el furor por ver por primera vez a Tom Araya y los suyos en escenarios chilenos provocó un clima de violencia que decantó en un show irregular, con unos Slayer presa del asombro y el ofuscamiento. Araya se dirigió a los habitantes del país que lo vio nacer en un castellano marcadamente chileno, con la salvedad de que solicitaba al público no escupir a los músicos sobre el escenario.
Unas pocas semanas después de su visita a Chile, Slayer editó Divine intervention (1994), recalcando su sonido agresivo, posiblemente provocado por la tendencia pop y el revivalismo hippie-punk de muchos grupos de la era grunge. En su debut en larga duración, Paul Bostaph se mostró tan tremendo como su antecesor Dave Lombardo y la inventiva de los californianos pareció intacta en cuanto a contundencia sonora. Araya, a estas alturas, indagaba en temáticas de corte sociopolítico, siempre con una mirada pesimista y caótica sobre la represión, la guerra, la religión y el poder.
Actitud para un nuevo siglo
Con el posterior abandono de Bostaph y el arribo de John Dette (proveniente de Testament), Slayer grabó su propio homenaje al punk y al hardcore: Undisputed attitude (1996), donde se sumergía en bestiales versiones de grupos como Minor Threat, D.R.I., Verbal Abuse e, incluso, de los seminales The Stooges. Dos años más tarde, registró Diabolos in musica (1998), nuevamente con Bostaph en las filas, lo que significó cierto cambio en el sonido y tal vez una pequeña decepción para los fans clásicos de Slayer, dada una cierta cercanía rítmica al nu metal.
El mismo año que apareció este disco, el 9 de diciembre, Slayer se presentó por segunda vez en Santiago, en una nueva versión del festival Monsters of Rock, realizada ahora en el Velódromo del Estadio Nacional, junto a Anthrax, Helloween, Criminal y Panzer. Una verdadera fiesta metalera donde su público se reivindicó después de la frustrante experiencia de 1994, y donde Araya se dio el gusto de lucir con orgullo la camiseta de Iván Zamorano.
Slayer recibió el nuevo siglo con un disco violento y característico de su estilo de siempre, que llevó el profético título de God hates us all (2001), adelantándose en cierta forma a los hechos que cambiarían la historia de los Estados Unidos y el mundo el 11 de septiembre del mismo año. Ahí Araya se desgarraba en canciones como “God send death”, “Bloodline” o “Discipline”. Ese mismo año, Tom Araya fue honrado por la compañía de intrumentos musicales ESG, con una línea de bajos eléctricos que lleva su nombre.
En 2004, salió al mercado el DVD Still reigning, que registraba una reunión de la banda con su formación original: Araya, Hanneman, King y Lombardo (quien ya estaba dedicado al proyecto Fantomas, de Mike Patton), y donde se repasa todo el material de Reing in blood . Éste fue el aliciente para que el grupo continuara desde ese año con la misma alineación que los convirtió en uno de los grupos más vanguardistas e innovadores del metal de los ‘80.
En la actualidad Tom Araya es una verdadera celebridad del metal. Su relevancia lo ha distinguido con discretas participaciones en grabaciones de algunos connotados admiradores, como los desaparecidos Alice in Chains, quienes requirieron de sus servicios vocales en “Iron gland” del álbum Dirt (1992), y los Soulfly de Max Cavalera (antiguo cantante y guitarrista de Sepultura), que lo incluyeron en el corte “Terrorist”, del disco Primitive (1999) —ninguna de esas participaciones aparece acreditadas en las notas interiores de esos discos—. El 6 de junio del 2006, los fans de Tom Araya y su banda decretaron el Día Nacional de Slayer (nada más acertado que hacerlo el 6-6-6) . Los hoy veteranos cuatro muchachos de Huntington devolvieron tal homenaje de sus admiradores con un nuevo disco, Christ illusion, su décimo álbum de estudio.